Lo veo a diario: lo veo sin verlo. Es mío aquí, siempre que yo quiera. Y siempre quiero.
Hoy, por ejemplo, hoy lo encontré en el lugar más inesperado. Me vio y yo a él: él sonreía, yo no salía de mi asombro. Me senté cerca. Hablaba con un amigo.
Su amigo me sorprendió: ¿querría yo resolver una trivia musical, subjetiva, subjetivísima?
Claro, le respondí al instante.
Las preguntas eran sin duda alguna divertidas: su amigo y yo reímos y discutimos en voz alta hasta que la curiosidad no le pudo más y entró en la conversación.
Después nos despedimos con familiaridad. Ya me iba yendo cuando oí que me llamaba.
Esa no es una despedida, dijo, se acercó, y sólo supe que me besaba, tal como yo quería.
Ahora le veo cada 5 minutos, se asoma a la ventana de la fábula y no cesa de mirarme. Ojalá durmiera por un momento, me digo entre emocionada y atormentada. Pero no, se acuesta conmigo, al tiempo, no antes, nunca después. Me acompaña en el sueño, siempre en el sueño.
Aquél de carne y hueso que no es mío, ni de ella, ni siquiera se pertenece a sí mismo. A aquél no puedo besarlo, no puedo despedirlo, no puedo hablarle. Apenas lo puedo mirar a lo lejos.
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