domingo, 3 de agosto de 2014

El abandono de Ann Arbor

Con un pincel desastrado tomó verde vejiga, rojo cadmio y amarillo de antimonio. Y golpeó una, dos, tres veces, el óleo silencioso. Sus brazos se extendieron, delgados, como las ramas de una jacaranda en pleno invierno. Encontrar su galería en medio de la noche, entre las aceras empapadas por una lluvia invisible, incierta, no era asunto fácil.

- Eres una maravilla.
- Vas a dejarme- se limitó a decir Ann.
- ¿Y lo deduces porque digo que eres una maravilla?- preguntó Evan irritado.
- Soy una histérica. Creo que ya lo sabes. Pero, sé que vas a dejarme. Me mientes y no lo sabes.
- ¿Y me culpas por algo que no sé?
- ¿Te estoy culpando acaso? Tú también te mientes sin saberlo. Digamos que eres una víctima de ti mismo.
- ¿Por qué siempre le pones trabas a esto? ¿Es que no me quieres?
- Te quiero lo suficiente para saber que en el fondo sientes que esto no tiene ningún futuro.

Evan se quedó en silencio mirándola pintar. Y poco a poco empezó a aclarar tras la ventanita de la galería, y ambos se dieron cuenta de que ya era de día. Evan dio un respiro hondo y sonrió. El aire de la ciudad no era el mismo. Un olor a Dakota del Norte inundó sus pulmones. En ese instante, Evan dejó de pensar en Ann y deseo estar en otras tierras. Quiso, en el fondo de su corazón, volver a su tierra natal.

-¿Ves? -musitó Ann- Sabía que ibas a dejarme.

Y de pronto, tomando una brocha tosca y amplia y ensuciándola de negro, cubrió el paisaje otoñal que empezaba a tomar forma.

-Las aceras ya se secaron. Puedes irte.

Y Evan se marchó sin rechistar.