martes, 28 de febrero de 2012

Bastardía

¿Que haré? Ahora ¿Qué haré? No es suficiente. Nada de esto es suficiente. Estoy escribiendo y mientras tanto  una jeringa es llenada con un líquido blanquecino. El glucómetro suena. Todo está listo y es hora. La aguja debe entrar. Pero yo sigo aquí y no estoy satisfecha. No es suficiente, me repito una y otra vez. Lo repito. Es todo lo que hago. No es suficiente. Debería hacer algo. Y me pongo de pie. No es cierto. Sigo aquí escribiendo, imaginando que me pongo de pie con la decisión con que alguien se levanta para enfrentar a un enemigo que acaba de desafiarlo. Como en el viejo oeste. Pero yo sigo aquí escribiendo. Sin sombrero no hay vaquero. Detesto los sombreros. No me he levantado. Ni me levantaré. No físicamente. Mi conspiración es mental. Siempre lo es. Y sigo aquí. Me digo con desesperación: -No es suficiente. Me deshago. Alguien grita en mi interior. Mi cuerpo no obedece. La letras danzan como en una ceremonia secreta que no logro comprender, que una parte de mí no logra comprender. La jeringa ha sido desechada. Y yo sigo aquí, escribiendo.

El teléfono suena. Una y otra vez. Chilla, grita, se revuelca en sí mismo. Nadie le hace caso. Debes ignorar a los niños malcriados. Unos comen, otros duermen. Y yo estoy aquí escribiendo de la nada. Y estoy quieta y me revuelco y grito, pero nadie me ve. Nadie puede verme. Mi cuerpo permanece inmóvil. Las letras siguen danzando y yo las veo moverse, como en una función de cine. Soy una espectadora. Observo la producción, la dirección, los actores, los efectos de sonido. Lo veo todo en un todo. No distingo nada, solo entiendo el todo.No debería ser así. Pero algo pasa y sólo puedo ver unidades desde hace un rato. Tal vez olvidé cómo se separan las cosas. Y yo sigo aquí, desvariando. Me quejo de nuevo. No es suficiente. Y entonces lo comprendo. Es suficiente. Basta ya. Eso es lo que quería decir. Basta del color blanquecino de las cosas y del bip de las máquinas, basta de la sensiblería absurda y de los pensamientos desmedidos. Basta de mí. Eso es. Ahora creo que sí me levantaré. Iré a las moradas de Morfeo, o a sumergirme en el Leteo.  Me iré a detenerme, a poner un 'basta' a mí misma. Me iré y dejaré de escribir, dejaré de ser yo. Me iré, me voy. Ella se ha ido. 

jueves, 23 de febrero de 2012

Sinfonía marina

Ella estaba cansada. El dolor, ese que le hacía sentir su existencia con mayor intensidad, ahora le estaba horadando las entrañas. Vivía sola. Sólo él la visitaba regularmente. Ella lo esperaba en silencio y en silencio lo despedía. Pero era ese silencio el que se llevaba sus pensamientos, el que la dejaba vacía, la hacía flotar sobre el tormento en que se había sumergido años atrás. Cuando él se iba, volvía el bullicio, la multitud, el ruido de la gente, los carros, la ciudad que la arrastraba, le pesaba y la hundía.

El flotar era momentáneo y el hundirse constante. Emerger era cada vez más difícil. Él lo notaba. El silencio comenzaba a deslizarse, escapaba como un líquido viscoso y lento por debajo de la puerta. Un día, él se cansó de esperar el emerger total de ella y rompió el silencio. Abrió su boca y en un movimiento rápido y repentino, antes de que ella pudiera reaccionar y meter en su boca las naranjas cortadas que tenía para emergencias, él dijo la palabra, dijo su nombre, la llamó. Ella lanzó un grito silencioso. Sus oídos se taparon definitivamente, sus pupilas comenzaron a girar con desenfreno, cayó al suelo y se hizo pesada y dura, como de hierro. Él no sabía qué hacer. La había hecho tocar fondo, hizo que la presión del agua que pesaba sobre ella fuera insoportable. La había transmutado. No sabía porqué la había llamado. Quería acelerar su ascenso, apresurar su ligereza. Quería tenerla de nuevo en sus brazos sin tener que esperar. Esperar. Era todo lo que ella le había pedido. Espera y silencio. Y él lo había arruinado, estaba solo de nuevo. No quería separarse completamente de ella, pensó hacerla escultura. Quiso poner su cuerpo rígido y su mirada perdida como un monumento al silencio. La envió al mar, la erigió en la playa , como para que su figura acallara el sonido de las olas y el viento.

Habían sido muchas las noches que habían pasado juntos, sin sentir nada, sin escuchar nada.  Pensó en ella, pensó en el ruido, se sintió aturdido. Quiso escapar, huir de nuevo a ella, sentir su silencio, perderse en su quietud. Fue a la playa, la observó por largo rato, la sintió como antes. Se sosegó en el silencio, pero su soledad siguió allí. Lloró sin emitir sonido, temía hablar de nuevo y arruinarlo todo. La deseó con todas sus fuerzas. Un canto dulce, agudo, mudo, como un conjuro de sirena que lo llamaba comenzó a salir de las olas. Perdió el control de sus movimientos y comenzó a caminar en dirección al mar, caminó, pero no pudo flotar y comenzó a hundirse...sintió el peso y la presión, las aguas lo anegaron, la marea se llevó su cuerpo. 

miércoles, 22 de febrero de 2012

Atrás suena trascendental el piano, intercalando notas, lamentos. Es una despedida, es un adiós disipador, como una mano que despeja el vaho en las tardes lluviosas. ¿Qué pensarás en los días tormentosos? ¿qué de una despedida muda? ¿qué de nuestra historia de ensueño? Ahora, supongo, pensarás en zapatos y ansiarás horizontes diferentes.

El piano repite la melodía, sin hastiarme en absoluto. Puedo suspender esto hasta el infinito, pero, ¿quién me arrancará del abatimiento? ¿quién de tanta cavilación absurda? Te digo que me despido de momento, sólo de momento, dejándote un susurro inaudible, una palabra muerta en el desván, y alejándome con la amargura más honda, la de mi soledad eterna.

martes, 14 de febrero de 2012

Apoplejía

Todo había sucedido muy rápido. De pronto la niebla los había cubierto completamente y ellos no se habían dado cuenta. 

La novia estaba de pie en el altar y el párroco pronunciaba con lentitud las palabras de la homilía,  como si quisiera hacer cada segundo más largo con un canto ritual, con la melodía de un tedio perpetuo. Las miradas de los invitados estaban fijas y su parpadeo era cada vez más lento y pesado. La niebla descendía con el sonido de la voz y el parpadeo en un compás perfecto. Nadie se veía extrañado, nadie se movía.

Todos parecían felices en esa música inconsciente que hacía descender la niebla.  El novio respiraba con dificultad, un calor sofocante comenzaba a emerger del suelo. Nadie decía nada. El párroco comenzaba a hablar más lento aún, como si llegara a la parte más enrevesada del tejido, de la manta de niebla que estaba descendiendo y ya los consumía a todos. 

El novio dejó de parpadear, sacudió su cabeza, miró al párroco. Un sonido desafinado, como de una cuerda de guitarra que se rompe, salió de la garganta del eclesiástico. La melodía se interrumpió. Alrededor ya todo era blanco, todo estaba cubierto de un almidón denso, azucarado, dulce, embriagante. Ahora solo había un silencio blanquecino y ensordecedor. Los invitados permanecían en sus sillas, con sus cuerpos inmóviles y en sus rostros una mueca ahogada que se estiraba.  La niebla asentada en el suelo, les oprimía el pecho con todo su peso, se enrollaba en sus cuellos, se apretaba.

El novio intentó correr, pero se sintió de pronto muy leve, ligero. Sintió que perdía su peso, que comenzaba a evaporarse y se mezclaba en la niebla. Como pudo, extendió los brazos a la niebla para alcanzar a su novia. No quería perderla. La chica permanecía inmóvil como el resto. El novio la tomó por los hombros, pero sus dedos comenzaron a alargarse, se enredaban en el cuello de ella, la oprimían. En su rostro se dibujó el gesto de los demás, más tenso que el de los otros, con los ojos más abiertos, a punto de salir de sus cuencas. Él quiso gritar, no veía nada. En vez de voz, sonaron en su boca muchas cuerdas tensadas reventándose, sangre comenzó a manar de su garganta. Quiso soltar a la chica, pero su cuerpo era ahora un vapor difuso que se extendía por la sala. Todo había terminado. La boda se canceló. Era 9 de junio, los titulares en el periódico anunciaban la muerte de Charles Dickens. Fue un accidente cerebrovascular.