Con un cucharón
de palo vertí la mezcla de mostaza y pimentón sobre los pollos desnudos. Los
embadurné con las dos manos. Y pensé en el hombre. Y deseé con toda el alma que
fuera judío. Flomenbeim, se me ocurrió. Ese podría ser su apellido. ¿Para qué?
—me pregunto—. ¿Yo qué sé? —me respondo—.
Suena grandioso.
Pensaba en el
patrón de colores de aquella tarde. La ciudad entre marejadas de bombillitos
tristes. Rojo, verde, azul, amarillo, violeta, cian, blanco (repítase el ciclo durante
noches ininterrumpidas). —García Márquez
tenía razón —vomité con rabia— “la luz es como el agua”. Pero la luz dorada y
fresca que se hizo agua navegable para los niños del cuento era otra. Nuestro
alumbrado era, especialmente en Navidad, un hálito enfermo. Escupitajo de puta. “La luz es como el
agua” y de a pocos nos ahogamos en ella.
Seguí con los
pollos. Me interné en el pescuezo del último. Le enterré en el interior ramas de tomillo
manchadas de rojo cadmio. Amasé su pellejo blando. No me importaba que fuera un
judío, si me lo pensaba bien. No estaba segura de que me gustaran los penes
circuncidados. De cualquier forma sabía qué me esperaba con él. —Ese hombre es una
perra herida— sentencié en un murmullo. —En épocas como estas, yo también—
concluí. Y agarré al pollo mustio con fruición.