martes, 30 de diciembre de 2014

Navidad


Con un cucharón de palo vertí la mezcla de mostaza y pimentón sobre los pollos desnudos. Los embadurné con las dos manos. Y pensé en el hombre. Y deseé con toda el alma que fuera judío. Flomenbeim, se me ocurrió. Ese podría ser su apellido. ¿Para qué? —me pregunto—.  ¿Yo qué sé? —me respondo—. Suena grandioso.

Pensaba en el patrón de colores de aquella tarde. La ciudad entre marejadas de bombillitos tristes. Rojo, verde, azul, amarillo, violeta, cian, blanco (repítase el ciclo durante noches ininterrumpidas).  —García Márquez tenía razón —vomité con rabia— “la luz es como el agua”. Pero la luz dorada y fresca que se hizo agua navegable para los niños del cuento era otra. Nuestro alumbrado era, especialmente en Navidad, un hálito enfermo. Escupitajo de puta. “La luz es como el agua” y de a pocos nos ahogamos en ella.

Seguí con los pollos. Me interné en el pescuezo del último. Le enterré en el interior ramas de tomillo manchadas de rojo cadmio. Amasé su pellejo blando. No me importaba que fuera un judío, si me lo pensaba bien. No estaba segura de que me gustaran los penes circuncidados. De cualquier forma sabía qué me esperaba con él. —Ese hombre es una perra herida— sentencié en un murmullo. —En épocas como estas, yo también— concluí. Y agarré al pollo mustio con fruición.

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