martes, 14 de febrero de 2012

Apoplejía

Todo había sucedido muy rápido. De pronto la niebla los había cubierto completamente y ellos no se habían dado cuenta. 

La novia estaba de pie en el altar y el párroco pronunciaba con lentitud las palabras de la homilía,  como si quisiera hacer cada segundo más largo con un canto ritual, con la melodía de un tedio perpetuo. Las miradas de los invitados estaban fijas y su parpadeo era cada vez más lento y pesado. La niebla descendía con el sonido de la voz y el parpadeo en un compás perfecto. Nadie se veía extrañado, nadie se movía.

Todos parecían felices en esa música inconsciente que hacía descender la niebla.  El novio respiraba con dificultad, un calor sofocante comenzaba a emerger del suelo. Nadie decía nada. El párroco comenzaba a hablar más lento aún, como si llegara a la parte más enrevesada del tejido, de la manta de niebla que estaba descendiendo y ya los consumía a todos. 

El novio dejó de parpadear, sacudió su cabeza, miró al párroco. Un sonido desafinado, como de una cuerda de guitarra que se rompe, salió de la garganta del eclesiástico. La melodía se interrumpió. Alrededor ya todo era blanco, todo estaba cubierto de un almidón denso, azucarado, dulce, embriagante. Ahora solo había un silencio blanquecino y ensordecedor. Los invitados permanecían en sus sillas, con sus cuerpos inmóviles y en sus rostros una mueca ahogada que se estiraba.  La niebla asentada en el suelo, les oprimía el pecho con todo su peso, se enrollaba en sus cuellos, se apretaba.

El novio intentó correr, pero se sintió de pronto muy leve, ligero. Sintió que perdía su peso, que comenzaba a evaporarse y se mezclaba en la niebla. Como pudo, extendió los brazos a la niebla para alcanzar a su novia. No quería perderla. La chica permanecía inmóvil como el resto. El novio la tomó por los hombros, pero sus dedos comenzaron a alargarse, se enredaban en el cuello de ella, la oprimían. En su rostro se dibujó el gesto de los demás, más tenso que el de los otros, con los ojos más abiertos, a punto de salir de sus cuencas. Él quiso gritar, no veía nada. En vez de voz, sonaron en su boca muchas cuerdas tensadas reventándose, sangre comenzó a manar de su garganta. Quiso soltar a la chica, pero su cuerpo era ahora un vapor difuso que se extendía por la sala. Todo había terminado. La boda se canceló. Era 9 de junio, los titulares en el periódico anunciaban la muerte de Charles Dickens. Fue un accidente cerebrovascular. 

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