Antes de abordar la obra de Villaurrutia (y para entrar en ella con mayor
propiedad), Octavio Paz hace una descripción de la generación de los
Contemporáneos, el grupo de jóvenes intelectuales mexicanos que en la primera
mitad del siglo XX propuso innovaciones estéticas, artísticas y culturales para
el país. Xavier, por supuesto, era integrante del grupo. Salvo por contadas
excepciones, señala Paz, esta fue una generación escéptica, recelosa de
teorías, escuelas, sistemas y dogmas: había presenciado las experiencias del
México sumido en la violencia y matanzas fruto de la Revolución de 1910, y con
su desconfianza reaccionaba a la realidad. Fue un grupo, por tanto, aislado en
un mundo privado, apartado de “los otros”, “esos hombres y mujeres ‘de toda
condición’ con los que día tras día, hablamos y nos cruzamos en calles,
oficinas, templos, autobuses” (22-23). En otras palabras, se trató de una
generación autoexiliada.
Villaurrutia no fue ajeno al sentir de los (sus) Contemporáneos. Defiende
en su obra la libertad del arte y la cultura, y la idea de una expresión
estética pura. Preso de la acedia, Xavier era la imagen viva del hombre
melancólico quien, según Aristóteles, sufría “el morbo que viene de la bilis
negra”. La suya, poesía de furia y entusiasmo, lascivia y luto, tomó distancia
de la realidad que la rodeaba, y se ocupó de lo inefable: “Substituyó la
realidad de México —brutal, sórdida, colorida: viva— por otra irreal y que no
solo era mediocre sino gris” (40). Villaurrutia estaba invadido por el demonio
romántico de medianoche, que instila visiones eróticas y fúnebres.
Incursionó en el campo de la dramaturgia. Escribió un teatro correcto, pero
carente de teatralidad. Era más pródigo en el campo de la crítica que en el de la
escena teatral. Tuvo, en opinión de Paz, “un ojo certero, un oído muy fino y
una inteligencia a la vez penetrante y receptiva” (40). Sin embargo,
Villaurrutia era, por encima de todo, un poeta. Su poesía “apartada,
solitaria, íntima” amaba la forma, era “una precisa y preciosa construcción de
reflejos” (48). Sus composiciones se debaten en el conflicto dialéctico de la
consciencia y el delirio, la vida y la muerte. Tienen el aire de la fascinación
surrealista, el pasmo ante el sueño y la vigilia.
La identificación entre sueño y muerte es uno de los tópicos más viejos de
la poesía de Occidente. Xavier da una vuelta de tuerca a la cuestión. En el
dormir villaurrutiano yace la imagen misma de la vida. La muerte es la compañía
ausente, la presencia invisible, con la que se habla y vive. "Su poesía
parte de la conciencia de la dualidad”, subraya Paz, escritura complacida en
señalar el estado fronterizo entre muerte y vida, la coexistencia extraordinaria
de los opuestos. Xavier Villaurrutia se oculta: recóndito entre pliegues. Sus
versos son visiones instantáneas de un punto vacío entre presencias y
ausencias. Su poesía es un hoyo, un “entre”, un pliegue que “esconde entre sus
dos hojas cerradas las dos caras del ser” (85).
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