viernes, 13 de febrero de 2015

Villaurrutia, recóndito entre pliegues



Antes de abordar la obra de Villaurrutia (y para entrar en ella con mayor propiedad), Octavio Paz hace una descripción de la generación de los Contemporáneos, el grupo de jóvenes intelectuales mexicanos que en la primera mitad del siglo XX propuso innovaciones estéticas, artísticas y culturales para el país. Xavier, por supuesto, era integrante del grupo. Salvo por contadas excepciones, señala Paz, esta fue una generación escéptica, recelosa de teorías, escuelas, sistemas y dogmas: había presenciado las experiencias del México sumido en la violencia y matanzas fruto de la Revolución de 1910, y con su desconfianza reaccionaba a la realidad. Fue un grupo, por tanto, aislado en un mundo privado, apartado de “los otros”, “esos hombres y mujeres ‘de toda condición’ con los que día tras día, hablamos y nos cruzamos en calles, oficinas, templos, autobuses” (22-23). En otras palabras, se trató de una generación autoexiliada.

Villaurrutia no fue ajeno al sentir de los (sus) Contemporáneos. Defiende en su obra la libertad del arte y la cultura, y la idea de una expresión estética pura. Preso de la acedia, Xavier era la imagen viva del hombre melancólico quien, según Aristóteles, sufría “el morbo que viene de la bilis negra”. La suya, poesía de furia y entusiasmo, lascivia y luto, tomó distancia de la realidad que la rodeaba, y se ocupó de lo inefable: “Substituyó la realidad de México —brutal, sórdida, colorida: viva— por otra irreal y que no solo era mediocre sino gris” (40). Villaurrutia estaba invadido por el demonio romántico de medianoche, que instila visiones eróticas y fúnebres.

Incursionó en el campo de la dramaturgia. Escribió un teatro correcto, pero carente de teatralidad. Era más pródigo en el campo de la crítica que en el de la escena teatral. Tuvo, en opinión de Paz, “un ojo certero, un oído muy fino y una inteligencia a la vez penetrante y receptiva” (40). Sin embargo, Villaurrutia era, por encima de todo, un poeta. Su poesía “apartada, solitaria, íntima” amaba la forma, era “una precisa y preciosa construcción de reflejos” (48). Sus composiciones se debaten en el conflicto dialéctico de la consciencia y el delirio, la vida y la muerte. Tienen el aire de la fascinación surrealista, el pasmo ante el sueño y la vigilia.

La identificación entre sueño y muerte es uno de los tópicos más viejos de la poesía de Occidente. Xavier da una vuelta de tuerca a la cuestión. En el dormir villaurrutiano yace la imagen misma de la vida. La muerte es la compañía ausente, la presencia invisible, con la que se habla y vive. "Su poesía parte de la conciencia de la dualidad”, subraya Paz, escritura complacida en señalar el estado fronterizo entre muerte y vida, la coexistencia extraordinaria de los opuestos. Xavier Villaurrutia se oculta: recóndito entre pliegues. Sus versos son visiones instantáneas de un punto vacío entre presencias y ausencias. Su poesía es un hoyo, un “entre”, un pliegue que “esconde entre sus dos hojas cerradas las dos caras del ser” (85). 


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