lunes, 23 de febrero de 2015

Diario de la que se muere

Los ciclos son tan bellos que nos obsequian con el don de la regularidad. Tener un calendario en la mano no es ocioso mientras se vive. Morir el día en que se nace semejaría una danza delicada, una caída lenta, una carroña musical.

Tengo un par de manos y un par de piernas desperdiciadas. Si un ojo se alza sobre mí, he de decirle que lo siento. Debe ser repugnante verme así, tan muerta, tan expectante ante la nada, esperando lluvia sin salir al descubierto, levantando la mano para alcanzar aire ido, formas inciertas que se diluyen a voluntad.

Pierdo la noción del tiempo. Mi vida es un completo estado de pliegue, arrojado entre un sueño pobre, y una vigilia egoísta. Siento que mi madre se agita, amorosa, y se apoya en el alfeizar de la ventana. Siento que golpea, que habla, que me llama. De inmediato pongo la almohada sobre mi cabeza y la alejo, y luego me culpo, y entonces me masturbo, y pienso que sudo como un cerdo.

El único rencor que experimento es este que no me deja vivir en paz: se alza por mi espina dorsal marchita, irrita mi cuello, atraviesa mi sexo entristecido y se extravía en las cuencas de mis ojos. Quiero dejar de ser este trozo de mujer consumido y desechado por la alcoba misma. Las grietas y los muebles insólitos me ven morir, y sigo acá, hundida en mí, perdida en nada. Quiero abandonarme y sentir la calma que pierdo cuando me encuentro a solas. No quiero morirme de pena, no de este sentimiento pobre, ni de esta lástima de mí. Encuentro más heroísmo en arrojarme al panorámico de ese auto que se acerca, que se acerca, y que no quiero perderme...



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