domingo, 27 de octubre de 2013

El matrimonio

Estoy llorando en silencio. Voy con la cara pegada al cristal del automovil. Miro las nubes afectadamente, como lo hizo Ginsberg pensando en Whitman.

Me caso. Tengo un vestido blanco, espléndido, y camino hacia el altar. Me espera un hombre de aspecto familiar con una coleta de caballo alta, arrullando el cuello del tuxedo. Sonríe mucho, y se le forman marcas, hoyuelos profundos. Podría introducir mi mano entera y perderla en su rostro.

El auto se desplaza raudo por la avenida, atravesamos la zona industrial, cruzamos frente a varios hoteles. Estoy esperando que cruces, que me veas con el rostro cansado, que me sorprendas esta madrugada de salidas apresuradas y cabello húmedo.

El hombre no deja de sonreir. Me detengo a su lado. Todos se levantan de sus bancos. Palabras del sacerdote. No lo oigo. ¿Estoy haciendo lo correcto? Y miro al hombre. Imagino su apartamento. Muebles tornasolados, maderas sobrias, oscuras, casi negras contrastando con las blancas paredes. ¿Un fonógrafo? No estoy segura. Hay un gran cuadro de Duke Ellington en el centro. ¿Escuchará a Charlie Parker? ¿Se sentará desnudo al amanecer y se asomará al balcón haciendose extrañas preguntas? Entonces estoy más segura.

No apareces. Aparecerás después. Un día entre semana. Lo sé. Con tu risita tonta. Con la ropa de siempre. Con reflejos rojizos entre el cabello alborotado. Seguro putearás los dias feriados.

Acepto, padre.

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