I
Miró las páginas en las que había trabajado las últimas tres noches. La debilidad no le permitía mantener la cabeza muy erguida, y en el rostro demacrado se marcaban agudas las huellas del esfuerzo. Desde el catre contiguo al suyo oyó la voz cansina y despectiva de Benjamin Leetov:
-Maldito bastardo, ¡es media noche ya!
-Me falta mucho aún y...
-Y la máquina de escribir es mía. Déjalo ya.
Sin decir una palabra, el joven Malheur apagó la luz pobre y macilenta y se desnudó en silencio. Se internó entre las cobijas raídas y ásperas de su cama y pensó en las páginas en las que trabajara. Leetov roncaba, aun cuando no había empezado a escribir. Tiene una suerte infame, pensó Malheur, y siguió soñandose despierto, entre caracteres, triunfante.
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