lunes, 2 de abril de 2012

Bajo un abeto

Todo se salía de control. Todos corrían hacia la última tienda con stock. Yo los miraba con asombro, ellos me miraban con tristeza. Todos se salían de control. Mi mirada se enardeció con mis mejillas. Quise lanzar un gruñido ininteligible, un aullido inaudible que rompiera sus tímpanos. Pero entonces me compadecerían aún más, me perseguirían con ese miedo absurdo y esa comprensión maternal con la que el veterinario persigue a un leoncillo herido. 

Di media vuelta dominando mis impulsos. Todos se salen siempre de control. Sentía una repugnancia insalubre hacia sus deseos, hacia sus monumentos y sus recelos. Sentía un miedo sucio y un mareo de desprecio que trataba de contener. Pero todo aquello era soportable mientras mantuviera alejadas sus preguntas de mi vida. Traté de entender sus sistemas, sus escalas de valores, pero pronto todo perdía el sentido. Llegué a amarlos a todos a pesar de la repugnancia, el miedo y el sinsentido. Llegué a obligarme a interesarme por ellos. 

Pero todos los buenos propósitos se esfumaban cuando me hacían objeto de sus preguntas. Me era más que imposible relacionarles mi vida de una forma comprensible para ellos.  Todo se hacía vacío y pobre. Al comenzar a relatar los sucesos más impactantes de mi existencia, mis luchas, mis momentos más absurdamente felices, todo se hacía pequeño, pequeñísimo, fatuo, insignificante. Yo veía con dolor y con esfuerzo, renacer en sus ojos la mirada de ternura compasiva que tanto odiaba. No porque odiara la compasión por sí misma, sino porque en esa mirada no había entendimiento, había reproche. En esa mirada veía la gestación de una palabra que me calificaría con un desdén lleno de ternura que solo ellos pueden dar.  Tendrían ganas de llorar y se sentirían culpables de su felicidad y su excitación. Y mientras tanto yo me esforzaría, también al borde del llanto, por hacerles entender que no podrán entenderme. Comencé a huir de sus preguntas y sus miradas, comencé a correr hacia los campos verdes y utópicos que siempre me abrían refugio. Comencé a correr en la dirección contraria de los centros de public relations y de conversaciones masivas. Comencé a correr hacia mí. 

Por eso, cuando decidí darme otra oportunidad con ellos, cuando decidí intentarlo de nuevo y fui a la única tienda con stock y todos me dieron de nuevo esa mirada de tristeza, aún antes de que expresara palabra, tuve que dar media vuelta y marcharme de nuevo. Ahora estoy aquí quejándome bajo un abeto que llueve castañas sobre mi cabeza, hablándole a mis propios oídos sin entenderme. 

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