martes, 14 de junio de 2011

LA DECISIÓN

Empuñe el cuchillo como siempre, como en las mañanas monótonas en que abría en dos partes irregulares el pan -era curioso: la parte de arriba siempre era la más grande, la de abajo era una tajada demasiado miserable- y lo llenaba con mermelada color rojo sangre. Pero la intención era diferente.
Lo agarré por el mango con firmeza y lo oculté en el bolsillo de la chaqueta, el imbécil seguía esperando en la puerta, en su puerta -pues esta es su casa, no mía, y aquí rige su voluntad, para desgracia de todos- y entonces abrí el portón con la mano que me quedaba libre -¿libre? la otra mano parecía más autónoma- e inmediatamente le asesté una puñalada gloriosa en el estómago (ya había pensado dónde, en un lugar sin huesos me dije, un corte pertinente para la carne de cerdo) la primera del día, pues a aquella siguieron cerca de 30 más, no sé cuantas con certeza, el propósito no era cortar por que sí, la intención era desangrar, devolverle el favor.
La verdad, lector, no ocurrió así, esta es la realidad, no un cuento de hadas. Lo cierto es que le abrí la puerta, lo deje pasar, fuí incapaz de moverme, de actuar y solte el cuchillo dentro de mi chaqueta, resignada. Pidió algo de beber y de comer también, y no pude negarme, le serví un vaso de agua del grifo-no tenía mucho que ofrecerle- y preparé un pan con mermelada, abriendolo con el cuchillo guardado celosamente en la chaqueta, tal como solía hacerlo siempre.

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