sábado, 1 de marzo de 2014

TOKIO BLUES - HARUKI MURAKAMI





¿Es un imperio
esa luz que se apaga
o una luciérnaga?

Borges

Tokio Blues, más que un intento de novela realista, es un tractat literario de fenómenos ópticos. En esta novela, Murakami narra la historia de Toru Watanabe, un joven universitario que se traslada a Tokio para comenzar una nueva vida justo después de que Kizuki, su mejor amigo de instituto, se suicide sin explicación aparente. Un día cualquiera, Watanabe se reencuentra con Naoko, quien fuera la novia de Kizuki, y empiezan a salir juntos. Después de tener sexo con ella, Naoko desaparece. Ha vuelto a su ciudad natal y se interna en una casa de reposo mental. Watanabe, mientras tanto, sufre su partida, pues se ha enamorado de ella. La situación resuena en la mente del lector como Norwegian Wood, la canción de The Beatles, que narra la historia del encuentro con una chica que, como un bello y misterioso pájaro, aparece una noche pero se marcha súbitamente, volando, en la mañana.

Watanabe sigue asistiendo a sus clases de literatura en la universidad. Conoce a Midori, una compañera de su clase de Eurípides, de la que empieza a enamorarse. Midori es el contrapunto exacto de Naoko. Leda Rendón, en su breve reseña sobre Tokio Blues, hace una comparación acertada entre Naoko y la pintura de Balthus, y Midori y el arte pop de Warhol. Naoko es una deformación perfecta, un espectro profuso y extraño que se cuela entre la oscuridad y exhibe su pálida desnudez a la luz erótica e inquietante de la luna. Midori es, y Watanabe insiste en ello, una mujer de carne y hueso, una presencia viva, cromática y plástica, como una serigrafía de Marilyn Monroe.

Tokio y Midori hacen parte de la vida de Watanabe. Sin embargo, él no puede abandonar su historia con Naoko. Es un hombre escindido: halado de un lado por el estruendo de la gran ciudad nipona; sujeto, del otro, por el melancólico recuerdo del pasado, que arrastra la figura de Naoko. En la “Residencia Ami”, sanatorio donde ella se ha internado, en aquel lugar apartado del bullicio de la ciudad, se encuentran aquellas personas que han notado sus propias deformaciones, y sienten la necesidad, no de corregirlas, sino de acostumbrarse a ellas. Así, los internos son conscientes de que todos están deformados: “Esto es lo que nos distingue del mundo exterior. En él mucha gente vive sin ser consciente de sus deformaciones”. Watanabe es un punto intermedio entre el mundo exterior y el mundo extraño, representado por el sanatorio. Presencia, simultáneamente, la consciencia de la deformación humana, y la ignorancia de tal condición. Es el espectador genuino de un fenómeno óptico doble. Watanabe sostiene una cuchara. Y se mira en el lado cóncavo, en el espejo del modelo óptico lacaniano, que enfrenta al ojo con un punto ideal de visión, con una imagen virtual del yo que no existe. Encontramos la realidad de cabeza. La concavidad supone una visión del mundo exterior, en la que a partir de la realidad concreta se construyen cuerpos imaginarios. Si Watanabe, da la vuelta a la cuchara, se encontrará con una superficie convexa. La realidad está al derecho. Pero su reflejo estará deformado. Watanabe, finalmente, decide de qué lado quiere verse.

Haruki Murakami es el lector predilecto de sí mismo, según lo ha manifestado: “Primero escribo para mí, por satisfacción personal”. Descubre que a partir de la escritura puede conocerse a sí mismo, lo que quizá, en cierta medida, le permite plantear en sus novelas una reflexión que trasciende lo íntimo, que se hace próxima al lector, y se solidifica como interrogante epistemológico universal. En el caso particular de Tokio Blues, encontramos una reflexión sobre el lugar del hombre en mundo, su posición inestable entre lo fantasmagórico y lo concreto, entre la muerte y la vida, entre la consciencia de lo que somos y la ignorancia de lo que vemos. Watanabe, finalmente, no puede resolver la escisión que atraviesa su vida. Ni siquiera el suicidio final de Naoko, su vuelo de luciérnaga herida en la noche, puede ayudarlo a establecer su lugar en el mundo: “¿Dónde estaba? No logré averiguarlo. No tenía la más remota idea de donde me hallaba. ¿Qué sitio era aquél? Mis pupilas reflejaban las siluetas de la multitud dirigiéndose a ninguna parte. Y yo me encontraba en medio de ninguna parte llamando a Midori”.


El Castillo de arena - Iris Murdoch

El lector deslumbrado


Iris Murdoch es una escritora irlandesa que nació en Dublín el 15 de julio de 1919. No obstante, creció y pasó gran parte de su vida en Inglaterra, particularmente en Oxford, ciudad donde estudió y trabajó como profesora universitaria. Realizó estudios en literatura clásica y filosofía. Fue alumna de Wittgenstein y su primer libro publicado es un estudio titulado Sartre, Romantic Rationalist en 1953, seguido de su primera novela Under the Net (Bajo la red) en 1954. Los estudios filosóficos de Murdoch se centraron en la filosofía moral y se preguntaron por la libertad, el lenguaje y las nociones del bien y el mal en el ser humano. Estuvo fuertemente influenciada por Platón, Sartre, Simone de Weil. Dostoievski, George Eliot, entre otros. Sus novelas, aunque si bien no podrían llamarse filosóficas, ponen en escena los temas de sus inquietudes filosóficas.
El lector de Iris Murdoch bien podría identificarse con la descripción que hace Paul Valéry del lector de novelas  “cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu”. El lector se siente abstraído, “absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere la continuación y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores”[1]. La trama, la narración, los personajes le atrapan: el lector no puede hacer más que salir de sí para entrar en ese mundo otro que se erige ante sus ojos.
Las novelas de Iris Murdoch son siempre historias amenas que divierten y rápidamente atrapan la atención del lector. Se caracterizan por las complejas redes de relaciones entre los personajes, su tono detallado y realista, el desarrollo inesperado de la trama y un excelente manejo de la atmósfera y la intriga. No obstante, estas características están lejos de ser significativas per se y el objetivo de la escritora ciertamente no es sólo contar buenas historias. Una buena historia, para Iris Murdoch, además de “inventar personajes y transmitir algo dramático, […] tiene al mismo tiempo un profundo significado espiritual”[2], porque “las historias son una fundamental forma humana de pensamiento”[3].
En el caso particular de El castillo de arena, nos adentramos en la vida de William Mor, esposo de Nan, padre de dos hijos y profesor en St Bride’s, un colegio de una pequeña ciudad cercana a Londres, quien se enamora de Rain Carter, una joven pintora contratada para pintar el retrato del antiguo director del colegio. Más que narrar una historia de amor o de infidelidad, Iris Murdoch pone en escena el proceso de enamoramiento y la tensión entre el mundo interior y el exterior en este proceso. Rain y Mor se dan cuenta de sus sentimientos hacia la mitad de la novela y luego, son pocos los encuentros que se narran. Lo que sigue es más bien la lucha interior de William Mor y su incapacidad para tomar decisiones concretas o para expresar sus verdaderos pensamientos a los otros, en especial a su mujer; además de algunos sucesos inesperados que terminan condicionando e induciendo las decisiones que Rain y Mor toman hacia el final de la novela.  Los personajes al verse enfrentados al mundo exterior, logran salir un poco de sí mismos y de su percepción de las cosas y entrever el camino que han de seguir.
De manera análoga, Iris Murdoch concibe sus novelas con el propósito de sacar de sí al lector al menos por un momento y llevarlo a observar un mundo que le es ajeno. Tras la observación y la contemplación fuera de sí –como el lector de novelas de Valéry: separado de sí mismo, hecho cerebro– el lector podrá vislumbrar atisbos de la verdad  –bien podríamos arriesgarnos a decir, en el sentido platónico– e incluso tener cierto crecimiento moral: “Una novela legible es un regalo para la humanidad. Provee una ocupación inocente. Cualquier novela saca a la gente de sus problemas y de la televisión; puede incluso moverlos a reflexionar sobre la vida humana, los personajes, la moral”[4]. Para Iris Murdoch, “la lectura de grandes libros, la contemplación de gran arte, es de alguna forma muy buena para uno. Hay una verdad del gran arte que uno ve en las grandes novelas del siglo XIX” [5]. La importancia del realismo y de la complejidad de las historias de Iris Murdoch radica en la pretensión de objetividad que busca llevar al lector fuera del mundo de las apariencias –de nuevo con  Platón­–, de su propia subjetividad, hacia el conocimiento y la reflexión sobre realidad.
Iris Murdoch muestra a sus personajes en su contingencia, en sus incapacidades y en la complejidad de sus relaciones para poner en evidencia el mundo de apariencias en el que viven y del que tratan de escapar. Ya en novelas como La campana, publicada un año después, perfecciona esta capacidad de exponer al individuo sumergido en su medio al dar la palabra a varios personajes y acumular diferentes versiones de un mismo hecho, con lo que la falibilidad en la percepción de los personajes queda aún más en evidencia. A pesar de todas las cuestiones y problemas filosóficos que Murdoch puede llegar a abarcar en sus obras, las novelas no son densas y el lector que solamente está buscando alejarse un poco de sí mismo y divertirse,  no saldrá defraudado, porque, al fin y al cabo, “literature is to be enjoyed, to be grasped by enjoyment”[6].


[1] VALÉRY, Paul. Teoría poética y estética. Trad. por Carmen Santos. Madrid: Visor, 1998, pág. 151
[2] “The art of fiction CXVII: Iris Murdoch” Interview by Jeffrey Meyers in The Paris Review, Nº115, Summer 1990. Consultado en: http://www.theparisreview.org/interviews/2313/the-art-of-fiction-no-117-iris-murdoch. La traducción es mía.
[3] Ibídem
[4] Ibídem
[5] Ibídem
[6] Ibídem.